1.
Hacía varios meses que la observaba, a veces en la
distancia y otras más cerca de lo que nunca hubiese pensado. La gente hoy en
día y, a pesar de los tiempos, confiaba mucho en las personas; le había
resultado tan fácil acceder a sus costumbres, sus horarios, sus gustos… Casi
podría decirse que él era ya parte de ese mundo personal que se crea cuando la
puerta de una casa se cierra.
Ese año él sabía que la Nochevieja la iba a pasar
sola, y el día de Navidad tenía reservado un vuelo a Nueva York. Los últimos
acontecimientos de su vida la habían sumergido en un halo de tranquilidad que
desde fuera parecía tristeza, aunque él intuía, y no creía estar equivocado,
cuando casi podía asegurar que era más bien alivio. Sus amistades no la
buscarían hasta pasados los tres meses que iba a estar fuera.
Algunos amigos habían insistido en que ella fuese a
sus respectivas casas para pasar esos días en los que la falsedad quedaba a un
lado, para ser todos amables y simpáticos, aunque en realidad cada cual tenía
sus propios pensamientos de odio hacia muchos de los que iban a compartir mesa.
Él sabía que ella había rechazado cada una de las invitaciones porque había
leído sus correos electrónicos, había escuchado las conversaciones, tanto de
móvil como de teléfono fijo y, por supuesto, había estado muy atento a todos
los encuentros que habían tenido lugar en su casa. Tenía micrófonos y cámaras
situados en lugares estratégicos, algunos incluso en lugares donde la intimidad
se daba por hecho. Que gran error dar todo por sentado.
Su presa se llamaba Nekane.
Nekane había terminado hacía apenas unos tres meses
su tormentosa relación con el que había ocupado su cama cada noche durante más
de cuatro años. Él lo odiaba. Odiaba como la miraba, como la tocaba, como la
ignoraba, como la engañaba; odiaba todo lo que ese intruso era en la vida de
ella. Pero ahora ya no estaba, y tampoco estaban sus padres, pues los había
perdido en un accidente de tráfico hacía ya casi diez años.
Nekane estaba sola, pero no por mucho tiempo.
Él se había preparado a conciencia para esa noche,
y ella estaba preparando en ese preciso momento lo que iba a ser la cena para
ambos sin ella saberlo: ensalada de cangrejo con piña y salsa rosa, aguacate
con jamón salado, frutos secos y una botella de vino tinto. Todo decorado con
las luces navideñas que colgaban a lo largo y ancho de todo el balcón.
Demasiado pomposo para su gusto, pero útil para sus planes. La cena no era gran
cosa, pero él se encargaría de que resultase mucho más sabrosa y abundante.
También él había hecho sus compras y, aparte de algunos alimentos básicos,
bebidas varias y un poco de marihuana, los juguetes de acero que llevaba en la
mochila serían el complemento perfecto para unas fiestas navideñas impecables.
La humedad del terrado del edificio de en frente ya
se estaba calando por la chaqueta oscura, así que decidió que ya era hora de
recogerlo todo e ir a preparar con calma lo necesario para empezar la
nochebuena con ella. Se quitó los auriculares que estaban directamente
conectados con el apartamento de Nekane y eso lo sumió en un profundo silencio,
pues la música que estaba sonando en la casa, de repente, dejó de oírse.
También metió en la funda de caucho negro los prismáticos con los que se
deleitaba observando cada movimiento de ella y, tras asegurarse de que no
pasaba nadie por la calle, se levantó del suelo con sigilo para dirigirse a la
puerta del terrado. Además sentía una apremiante necesidad de lavarse las
manos.
Era una gran suerte que no hubiese otros inquilinos
en el edificio donde ella vivía, y la razón no era la fecha, sino que
simplemente no se habían alquilado. Tendrían toda la intimidad que él deseaba,
y eso ya hacía que su entrepierna se despertara con solo pensarlo.
Bajó los cinco pisos que lo separaban de la calle y
salió de manera tranquila del lugar. Le quedaban unas tres horas antes de
empezar lo que con esmero llevaba planeando desde hacía mucho tiempo. Incluso
antes de verla por primera vez en aquella tienda en la que entró por casualidad
una mañana. De hecho, si se esforzaba, creía recordar que lo que iba a empezar
esa noche llevaba en su cabeza dando vueltas desde que descubrió, por primera
vez, lo excitante que resultaba espiar a la gente sin que se dieran cuenta.
Quizás a los catorce años, o quince.
Su primera experiencia fue con unas compañeras de instituto.
Recordó que él estaba yendo a su casa desde algún sitio al que su madre lo
había mandado para poder tener intimidad con uno de los muchos hombres con los
que tenía sexo. Iba distraído contando los minutos para poder volver a su habitación
mugrienta, cuando levantó la vista hacia la ventana de Cristina, la chica rubia
con las tetas grandes que se sentaba siempre dos pupitres delante de él.
Entonces la vio, y no estaba sola. Con ella, en lo que debía ser su cuarto, se
encontraban otras dos chicas que no reconoció pero que le parecieron también de
senos gordos y sin duda esponjosos. Por unos instantes se preguntó cómo sería
tocarlos y morderlos; fue la primera vez que sintió una erección tan fuerte que
notó incluso algo de líquido saliendo de su miembro adolescente.
Ralentizó su paso sin dejar de mirar esa ventana y
se escondió detrás de un viejo árbol de tronco grande. Estaba de suerte, pues a
esas horas calurosas del verano no había gente por la calle y, al otro lado de
la casa de Cristina, solo había bosque. Se colocó de manera que pudiese ver
bien todo lo que esas tres chicas estaban haciendo y, cuando vio que una de
ellas se quitaba la fina camiseta y dejaba al descubierto esos pechos que hasta
ese momento él solo había imaginado, el dolor entre sus piernas se hizo más
latente.
La chica se reía mientras se probaba una y otra
camiseta, y las otras dos tardaron poco en hacer lo mismo. El ritmo de la ropa
arrojada al aire era rápido, así como las embestidas que sin darse cuenta
empezaron en su miembro con su mano derecha. No podía dejar de mirar y tocarse
y, las sacudidas de los pechos de las tres chicas cada vez que se quitaban una
prenda para ponerse otra, coincidían con las suyas propias.
Cuando por fin llegó el momento más álgido para él,
entendió que había encontrado la manera de sacar todo el odio que guardaba en
su interior. Quizás había hallado la forma de que no le importara que su madre
lo echara de su propia casa cada día. En ese momento descubrió que no era como
el resto de chicos de su colegio, y eso le agradó. Se abrochó los pantalones y
se limpió la mano en la corteza del gran árbol, para luego salir de su
escondite e ir a su casa.
Esa había sido la primera vez de muchas, y ahora
incluso guardaba algún que otro trofeo de sus chicas en un lugar que solo
conocía él, pero con Nekane fue algo del todo diferente. Cuando aquella mañana
la vio por primera vez, y cuando empezó a estudiarla más tarde, supo que no le
sería suficiente masturbarse en el terrado o frente a las fotos y vídeos de
ella en la ducha o en la cama con el que ya no estaba. Ni siquiera le
reconfortaba la idea de tener un trofeo suyo; quería más. Supo que tenía que
ser la primera en hacer realidad todas y cada una de sus fantasías más ocultas.
Y hoy era el día.
2.
Ella estaba absorta en sus pensamientos sin saber
que pronto todos sus planes se iban a romper. Pensaba en que lo de irse de
viaje a Nueva York había sido una idea muy acertada. Necesitaba alejarse de
todo y de todos. Las últimas decisiones que había tomado en su vida la habían
dejado muy ligera de ese equipaje emocional que pesa más que cualquier maleta.
Romper con Alberto había sido, sin duda, el primer paso. Su relación se había
convertido en algo dañino y enfermizo. Los celos de este, que habían empezado
con algunas pequeñas discusiones, finalizaron con un asalto a su cuerpo que
terminó en sexo agresivo, disimuladamente no consentido, por parte de ella. Esa
había sido la sentencia que dio paso a todos los demás cambios de rumbo que iba
a tomar en su vida actual.
Decidió dejarlo a él, luego su trabajo, y
finalmente se despojó de todas aquellas personas que no le aportaban nada. Lo
mejor de todo era que la compadecían y pensaban que estaba triste, cuando la
realidad es que había llegado a un punto de su vida en el que por primera vez,
desde la muerte repentina y trágica de sus padres, se sentía ligera y en paz
consigo misma. Incluso el pasar esa Nochebuena a solas le parecía el mejor
regalo de navidades desde hacía muchos años. Ya tenía la cena preparada y ahora
iba a disfrutar de un baño caliente y largo con la música de Seether de fondo.
Se quitó la ropa lentamente y se sumergió en el
agua con espuma de la bañera. Su pelo largo y negro pareció cobrar vida
mientras se expandía por el agua. Cerró los ojos e intentó relajarse y dejar de
pensar, pero no lo consiguió.
Las ideas extravagantes de empezar una nueva vida
en otro lugar tenían mucha fuerza en su mente y, aunque a sus amistades y
conocidos les había dicho que su viaje iba a durar unos tres meses, la realidad
era que si encontraba la manera de poder vivir y trabajar, de lo que fuese, en
Nueva York, no volvería a Barcelona en mucho tiempo. Quizás nunca.
No le daba miedo lo desconocido, más bien lo que la
asustaba eran esos pensamientos retorcidos que desde hacía demasiado tiempo
intentaba reprimir. Exactamente desde que, cuando era apenas una niña, vio como
otro niño se ahorcaba en un parque mientras ella lo miraba, estupefacta, sin
pronunciar palabra. Podría haber gritado, o ir corriendo a avisar a algún
adulto, pero el hecho de ver como una vida se iba delante de sus ojos, le
produjo una sensación tal de poder, así como una curiosidad morbosa, que la
tuvo inmóvil hasta la última sacudida de esos pequeños pies envueltos en
mocasines de ante azul marino.
Cuando llegaron los adultos al lugar, pensaron que
ella se había quedado petrificada y traumatizada por lo que acaba de
presenciar, y eso le dio la valentía suficiente como para seguir fingiendo que
estaba afectada psicológicamente cuando lo cierto es que estaba fascinada.
Durante algunos meses le concedieron todos los caprichos que ella deseaba, y el
doctor que la había tratado llegó a la conclusión de que al ser apenas una
niña, las consecuencias no las arrastraría.
Pero se equivocó. O no. Quizás sí que hubo
consecuencias, pero no las que cabía esperar.
El resultado de esa experiencia hizo que el resto
de su vida fuese una farsa continua, aparte de un esfuerzo descomunal. Ella
sabía perfectamente lo que estaba bien y lo que estaba mal. Sabía lo que se
esperaba de ella, y también sabía, de sobras, como comportarse de una manera
civilizada a la par que educada. Lo justo para pasar inadvertida.
Y así había sido toda su vida a los ojos de las
otras personas, aunque la realidad personal y secreta, era que desde aquella
temprana experiencia con la muerte, no había sentido nada igual, nada que le
produjese más placer y morbo, en toda su existencia. Sabía que los pensamientos
retorcidos sobre cualquier tipo de sufrimiento ajeno estaban bien guardados en
lo más profundo de su cerebro, pero últimamente le costaba mucho trabajo
dejarlos enterrados.
El día en que Alberto la forzó en el suelo del
pasillo, solo ella supo que había disfrutado de la violación. Y eso había sido
posible porque mientras la penetraba con fuerza desmedida, sus pensamientos
volaron hacía un mundo secreto en el que era ella quien le arrebataba la vida
de la manera más atroz. Alberto nunca se habría imaginado que al día siguiente,
cuando lo echó de su casa, lo que realmente ella estaba haciendo era salvarle
la vida, pues de alguna manera se había desencadenado en su interior una especie
de efecto dominó, en el que la última ficha solo podía ser el ver como su
amante se moría delante de sus propios ojos.
Esa, entre otras, fue la razón por la que había
decidido pasar esa Nochebuena sola e irse de viaje, lejos de todos los
recuerdos y tentaciones. Pensó que, quizás en otro lugar, se vería forzada a
empezar de cero, y eso alejaría de su mente ese impulso de violencia que en los
últimos meses se había acentuado en su interior.
Notaba ya el agua un poco fría y decidió salir de
la bañera. Otras veces se metía en el plato de ducha que había en la esquina
del lavabo y se masturbaba bajo el chorro de agua helada antes de dar por
terminado su aseo diario, pero esta vez ya había disfrutado de su cuerpo
mientras recordaba aquel episodio de su infancia y la violación, consentida, de
Alberto. Se envolvió en la toalla enorme de color blanco, e hizo lo mismo con
otra más pequeña para su pelo. Cuando se hubo secado bien el cuerpo se vistió
con tan solo una bata y, tras quitarse la toalla que le envolvía la cabeza, se
dispuso a secarse la cabellera.
El ruido del secador le impidió oír como la
cerradura de la puerta de su casa anunciaba que alguien estaba entrando.
3.
Él dejó la gran mochila al lado de la puerta que
quedaba escondida por la disposición de la entrada del apartamento: un pequeño
pasillo en forma de ele muy corta. De manera sigilosa, caminó hasta la entrada
del gran comedor, que ahora estaba a oscuras y solo se veía iluminado por las
luces de colores que procedían del balcón. Aguzó el oído y pudo escuchar el
sonido continuo de un secador de pelo.
Decidió que había sido un buen momento para
irrumpir en la casa, pues aunque había tenido mucho cuidado de no hacer ningún
sonido, siempre cabía la posibilidad de un percance inesperado. Sin dudarlo ni
pensárselo dos veces, hizo todo cuanto había planeado.
Se descalzó para dirigirse directo a donde estaba
ella. Su intención era sorprenderla para que así no tuviese tiempo de
reaccionar. En ese mismo instante el ruido del secador de pelo cesó, lo que
coincidió con la llegada de él al marco de la puerta. Situado lo más pegado
posible a la pared, casi olvidó respirar con tal de no entorpecer el silencio
que reinaba en la casa.
Ella se peinó con un cepillo su recién lavado pelo
y salió del baño. De repente sintió una mano sobre su boca, así como un brazo
fuerte y seguro agarrándola por detrás y atrapándola, en un extraño y doloroso
abrazo, inmovilizando sus extremidades superiores. Abrió los ojos
desmesuradamente y se quedó quieta.
—No voy a hacerte daño, Nekane, a menos que me
obligues. Si no te resistes todo irá bien —dijo él desde atrás en un susurro y
oliendo con los ojos cerrados el perfume a flores silvestres que desprendía su
pelo todavía caliente. —Si vas a hacer lo que te he pedido parpadea dos veces.
Ella no dudó y abrió y cerró sus ojos dos veces.
—Bien —dijo él asintiendo y hundiendo su nariz en
el pelo ya templado. —Ahora voy a quitar mi mano de tu boca despacio, y luego
voy a atarte las manos a la espalda. Espero que entiendas que cualquier
movimiento por tu parte tendrá una respuesta poco agradable por la mía. ¿Lo
entiendes, Nekane? —preguntó saboreando cada letra del nombre pronunciado.
Ella volvió a parpadear dos veces y se dejó hacer.
Con una brida que tenía en el bolsillo le inmovilizó las manos por las muñecas
y le dio la vuelta hacia él. Las miradas de ambos se cruzaron; directas. En ese
momento él esperaba encontrarse con pánico, desconcierto, o cualquier
sentimiento de confusión lleno de miedo, pero le sorprendió ver una mirada
tranquila y relajada. Eso lo descolocó por unos segundos en los que ella siguió
mirándolo fijamente sin parpadear y estudiándolo. El hecho de que el asaltante
dejara su cara al descubierto no era, sin lugar a dudas, una buena señal.
Él era alto, podría decir que hasta atractivo. Con
el pelo muy corto que se imaginaba oscuro, una cara recién afeitada, de ojos
azules fríos y penetrantes. Vestido de negro, con una camiseta de manga corta,
que no era lo más lógico dado la estación del año, dejaba al descubierto unos
bíceps trabajados y unos hombros anchos y rectos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.
—Me llamo Igor, Nekane —respondió él casi sin
pensárselo. Cualquier otra pregunta o súplica la habría esperado, pero no esa.
Los dos parecieron estudiarse unos minutos más,
hasta que él sacó otras tantas bridas de varios tamaños y las dispuso sobre la
mesa delante de ella, que ahora estaba sentada en una de las cuatro sillas.
—No es necesario que me ates. No voy a ir a ninguna
parte, Igor.
—Eso no lo sé. Así que hasta que nos conozcamos un
poco mejor voy a asegurarme de que cumples lo que has dicho.
Con rapidez y sin encontrar ningún tipo de
resistencia por parte de ella, Igor la aseguró a las patas delanteras de la
silla por los tobillos; al agacharse para fijar las bridas, quedó unos segundos
hipnotizado por ese fino hilo de vello púbico que se mostraba tímido bajo la
bata entreabierta. Se incorporó excitado y, con un cinturón largo, que parecía
hecho a propósito, la inmovilizó por la cintura pasando el grueso cuero por
detrás del respaldo. La excitación que en ese momento podía sentir en todo su
cuerpo era enorme, mucho más que cualquier otro momento de toda su vida. Para
él esa era la primera vez que llevaba a cabo su fantasía más secreta y a cara
descubierta. Sin esconderse tras el tronco de algún árbol o a la tenue luz de
un monitor.
Lo que él no podía ni imaginar era que, para ella,
ese preciso instante también estaba siendo todo un torrente de sensaciones
excitantes, en las que imaginaba la violencia que él podía ejercer sobre ella,
o lo que era mejor, lo que ella podría hacer con él. Nekane estudiaba cada
posibilidad de defensa en su mente, que iba a mil por hora y, el solo hecho de
imaginar lo que le haría en cuanto tuviese la manera de liberarse, casi le
estaba provocando dolor en su pecho a causa de las palpitaciones, llenas de
adrenalina, de su propio corazón.
—¿Tienes hambre? —preguntó Igor.
—No especialmente —respondió ella.
Sin hacer caso a su respuesta, Igor se movió hacia la cocina como si fuese su propia
casa. De hecho casi podría sentir, tras todos los meses en los que estuvo espiándola,
que ya había vivido en ese apartamento con ella. Hizo unos cuantos viajes para
poner sobre la mesa la cena que ella había preparado unas horas antes y, cuando
lo hubo puesto todo, añadió algunas cosas que él mismo había traído. A Nekane
le pareció advertir que él en casi cada viaje abría el grifo de la cocina unos
segundos y, en el último de estos, observó que sus manos estaban rojas, por lo
que dedujo que se las habría lavado unas cuantas veces.
—Vamos a cenar. Queda mucha Nochebuena por delante
y quiero que no te falten fuerzas —le susurró al oído apartando su melena y
oliendo su piel, por fin.
Sirvió un poco de vino en dos copas y acercó una a
los labios de ella. Nekane bebió sin oponer resistencia, y tampoco se resistió
cuando le dio de comer. Eso lo estaba excitando sobremanera. Ofrecerle alimento
teniéndola atada, y darle sorbos de vino, lo hacía sentirse poderoso. Imaginaba
su cuerpo desnudo bajo la bata y a veces la mirada se le perdía por el escote,
donde podía apreciar el subir y bajar de la respiración de ella.
Nekane, consciente de ello, también entró en el
juego de seducirle para ver hasta cuándo sería capaz de aguantar sin agredirla,
y llegado el momento, intentaría cambiar los papeles por todos los medios,
aunque de no conseguirlo, sabía que iba a tener otras oportunidades. Al fin y
al cabo, cualquier cosa que ella le pudiese hacer, bien pensado, podría
achacarlo a defensa propia.
El juego de dar de comer a su presa ya lo había
aburrido. Tenía la apremiante necesidad de hacerle algo más. No quería ir de
prisa, por lo que tras lavarse las manos en el baño volvió hasta donde estaba
ella. Necesitaba disfrutar de su primer contacto, pero todas sus fantasías eran
tan perfectas que parecía darle miedo empezar y que no llenaran sus
expectativas. Lo que siempre había querido hacer con todas las chicas en su
adolescencia, y mujeres unos años más tarde, podía llevarlo a cabo con su
elegida. Sacó un cuchillo de la mochila que ahora estaba junto a la mesa y lo
dejó sobre esta.
—Sé que nadie va a venir en unos cuantos meses.
—¿Me has espiado?
—Ni te imaginas cuánto.
—No me das miedo.
—Te lo daré. Tarde o temprano, te lo daré.
—Créeme, Igor. Yo a ti también.
Ese fue el pistoletazo de salida para él. La
arrogancia inesperada de ella hizo que su excitación se transformase en ira. La
agarró con fuerza de la cabellera y la tiró al suelo, donde la silla hizo un
ruido que sobresalió al de la cabeza de ella al chocar contra el frío mármol de
las baldosas. Del bolsillo derecho de sus pantalones sacó lo que usó como
mordaza y, tras desatar el cinturón que la tenía inmovilizada por la cintura,
le abrió la bata para dejarla expuesta ante él.
Los ojos de ella no denotaron miedo alguno. La
mirada, altiva y segura hacia él, solo estaba provocándole más rabia. Parecía
estar retándolo, y él aceptó el reto sin vacilar. Siempre había fantaseado con
cómo sería ver la sangre saliendo de una herida en directo y, ahora, mirando
los pequeños cortes sangrantes de las piernas de ella, estaba fascinado y casi
en trance. Lo único que no acompañaba a toda esa obra de arte que estaba
creando, era el hecho de tenerla atada a la silla y tirada en el suelo. Quería
verla en la cama, donde tantas veces la había escuchado respirar dormida desde
la lejanía del terrado de en frente, y también quería escuchar esa respiración
en directo tal y como había hecho con la sangre.
Se acercó por detrás y, agarrándola de nuevo por el
pelo, la levantó. Ella soltaba algún que otro quejido casi imperceptible. Fue a
la mochila en tan solo dos pasos y, tras hacer algo de espaldas a ella, volvió
a acercarse, esta vez de frente.
—Buenas noches —le dijo antes de taparle la boca
con un pañuelo húmedo.
Ella inhaló a través del suave algodón blanco un
olor intenso y, tras intentar resistirse por primera vez, sus ojos se cerraron
sin apenas darse cuenta.
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